“Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el
descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha transmutado siempre en capital
europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula
en los lejanos centros de poder. Todo, la tierra, sus frutos y sus
profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y
consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y
la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados,
desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo. A
cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del
desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la
cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y
que por cierto también comprende, dentro de América Latina, la opresión de los
países pequeños por sus vecinos mayores y, frontera adentro de cada país, la
explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus
fuentes internas de víveres y mano de obra…
Para
quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de
América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos; otros
ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros
perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha
dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota
estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado
siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y
sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se
trasfigura en chatarra, y los alimentos se convierten en veneno. Potosí,
Zacatecas y Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de
los metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina
fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva amazónica del
caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques argentinos del quebracho o
ciertos pueblos petroleros del lago de Maracaibo tienen dolorosas razones para
creer en la mortalidad de las fortunas que la naturaleza otorga y el imperialismo
usurpa. La lluvia que irriga los centros del poder imperialista ahoga
los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el
bienestar de nuestras clases dominantes –dominantes hacia dentro, dominadas
desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una
vida de bestias de carga.”